sábado, 28 de febrero de 2009

LA LOCA DE LA CASA


Agosto 28 de 2003

LECTURAS DOMINICALES - ELTIEMPO.COM


Rosa Montero describe el mundo secreto de los narradores en 'La loca de la casa'
En su nuevo libro recoge con mucha travesura las incógnitas desapercibidas detrás de un escritor: ¿cómo surge la imaginación? ¿qué puede arruinarlo?.¿Cómo y por qué nace un escritor? Antonio Lobo Antunes, el excelente novelista portugués, sostiene que ningún creador puede explicar con claridad la génesis de su respectiva pasión, precisamente porque a fuerza de imperiosa le resulta obvia. Es como preguntarle a un manzano por qué da manzanas, dice. Tal vez sea cierto, en la medida en que la creación es una flor extraña que brota en el subsuelo de la conciencia. No decide alguien ser escritor o poeta por las razones claras, fácilmente explicables, por las que otros deciden ser médicos, ingenieros o abogados.


En torno a estas y otras incógnitas que pertenecen por entero al mundo de los narradores, la escritora española Rosa Montero –autora de libros como Retratos de mujeres, Retratos o El corazón del tártaro– acaba de publicar un libro travieso y fascinante, hecho con retazos de su propia experiencia, llamado La loca de la casa. Puede que Rosa lo haya sido de la suya, pero en este caso la loca de la casa es una metáfora que Santa Teresa de Jesús –nada menos– le asignaba a la imaginación. Tan desquiciada es esta que, en el caso de un novelista, ni siquiera los relatos de su propia vida pueden ser tomados como una verdad químicamente pura. No me extrañaría, por ejemplo, que el propio García Márquez, escribiendo sus memorias, haya tenido que convertirse en un desconfiado y de pronto burlado policía del fabulador que lleva dentro.
Es que la memoria jamás cumple la tarea de un buen biógrafo, porque sepulta en la oscuridad trozos enteros de un pasado, pero revive, exalta, dramatiza o embellece otros, y puede detenerse con soberbia arbitrariedad en lo más aparentemente irrelevante: un patio, una lejana tarde de domingo, un pavor de infancia o una mujer que creíamos fugaz y que finalmente no lo fue porque quedó clavada en el recuerdo. A cualquiera de estas cosas que recoge en los parajes de la memoria, la imaginación acaba maquillándola y dándole contornos de ficción. De ahí que Rosa Montero se permita tranquilamente una afirmación feroz: recordar es mentir, dice.


Mentira o no, se recrea de algún modo lo vivido para derrotar la muerte. Los escritores –sostiene ella– serían personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría. De ahí también su afán por rescatar todo lo que va desapareciendo de su existencia. Quizás allí hay una clave de la manera como el arte se convierte en vocación de una vida. A ese respecto, Rosa Montero nos recuerda un hecho revelador: la mayoría de los narradores ha visto, de pronto, cómo el mundo de su infancia ha sido brutalmente aniquilado por alguna circunstancia.


En el caso de Nabokov o de Conrad, hijos de aristócratas, todo el esplendor de sus primeros años fue barrido por el cataclismo de la revolución rusa. Y probablemente Kipling no habría sido Kipling sin el lóbrego internado inglés que sepultó los dorados recuerdos de la India de su primera infancia; ni Vargas Llosa sería el escritor que hoy es si la brutal realidad del Leoncio Prado, impuesta tras la brusca reaparición de su padre, no hubiese dejado atrás, para siempre, al niño protegido y feliz de Arequipa y de Piura. ¿Y acaso no le ocurrió algo similar al propio Gabo? Su obra, toda su obra –me lo dijo en El olor de la guayaba–, nació de aquel reencuentro con el mundo perdido de su infancia, cuando volvió con su madre para vender la mítica casa de Aracataca, entonces convertida en ruina y ya sin susurros del pasado, ni sombras de los abuelos, tías y fantasmas que la habitaron: el mundo que García Márquez, para no ponerle una lápida definitiva, haría vivir de nuevo en Cien años de soledad.


¿Será cierto que “del dolor de perder nace la obra”? La frase, transcrita en La loca de la casa, pertenece al psicólogo Philippe Brenor, autor del libro El genio y la locura. Pero quien mejor ha sustentado tal concepto es el propio Vargas Llosa en Historia de un deicidio. Para él, la voluntad de crear nace de una insatisfacción frente a la vida, de una discrepancia o de una incapacidad para aceptar una determinada realidad –familia, sociedad, país– tal como es.
Allí residen sus demonios, y de esos demonios que asedian a un artista este sólo se libra convirtiéndolos en tema, en obra.


Cómo se pierde un escritor
De ese fermento profundamente desestabilizador nace ciertamente la necesidad de escribir, pero, toca decirlo, esa necesidad no garantiza un escritor logrado. Muchas cosas pueden perderlo para siempre. La más obvia es una falta real de vocación. No se trata sólo de gusto por el oficio, ni siquiera de disciplina de trabajo, sino de algo más rotundo: el condicionamiento de toda una vida en función de la escritura. Parece a primera vista algo muy simple, pero no lo es. El camino que debe seguir un escritor para construir una obra está sembrado de trampas. Por ejemplo, la necesidad de ganarse la vida, cuando es sabido que la literatura, salvo en casos de éxito excepcional, no se lo permite. Temo –y aquí casi hablo por experiencia propia–, temo que el periodismo y la publicidad acaben devorando lo mejor de su tiempo y de su vida. El poder y las causas partidistas son otro riesgo. No hay nada más peligroso que eso que se llama un escritor comprometido. Si fuese sólo con la verdad, sería admirable. Pero a veces las ideas heredadas, los dogmas, los moldes ideológicos crean en él exigencias y distorsiones peligrosas. Y, finalmente, hay dos asechanzas mayores, opuestas entre sí: la falta de reconocimiento o el éxito fácil.
La falta de reconocimiento ha ocurrido muy frecuentemente con un primer libro, e inclusive con las dos o tres obras iniciales de un escritor. Rosa Montero se detiene, al respecto, en consideraciones muy oportunas. El mercado puede en este caso ser un intruso a la hora de valorar un libro. Lo digo con cierto reato, pues como liberal convencido que soy creo en las virtudes reguladoras y selectivas del mercado, salvo cuando se trata del arte y la literatura. El caso es que hoy en día los editores –y supongo que también los agentes literarios– antes de preguntarse si un libro es bueno o malo se preguntan si se vende o no se vende. Y eso es una cosa distinta, porque no están pensando en literatura a secas, sino en literatura de entretenimiento, esa que se compra en los aeropuertos o que los europeos llevan en sus cestas de verano junto con las toallas, los bronceadores y el traje de baño. Para ese tipo de libros hay normas o fórmulas (no demasiadas páginas, una intriga, tal vez un muerto y algo de suspenso mantenido de capítulo en capítulo), y lo malo es que hay buenos autores que para preservar el éxito obtenido en un libro anterior tienden a mantener la misma receta sin comprometerse en aventuras y nuevas exploraciones narrativas.
Sea por esas consideraciones mercantiles, sea por desdén del público o por garrafales equivocaciones críticas, la injusticia de un fracaso puede resultar demoledora para un novelista. Rosa Montero nos recuerda el caso de Melville de cuya maravillosa novela Moby Dick no se vendieron, al ser publicada la obra por primera vez, más de dos docenas de copias. A nadie parecía interesarle una historia de ballenas. Melville, abrumado por la indiferencia del público y los críticos y, peor aún, por la opinión negativa de sus propios amigos, acabó neurótico, casi loco, con una vida familiar convertida en infierno. Giussepe Tomasi de Lampedusa, autor del famoso Gatopardo, murió sin saber que esta obra iba a ser perdurable y poco faltó para que nadie se decidiera a publicarla.


Aún hoy en día la historia de las incomprensiones no es ajena a nuestros grandes escritores. Sólo que sus éxitos las ha sepultado en un desván de olvido. De esos desvaríos críticos Gabo tiene, por ejemplo, una buena colección. Guillermo de Torre, director literario de Losada, le rechazó La hojarasca, su primer libro, con una carta insultante en la que le aconsejaba dedicarse a otra cosa distinta al oficio de escribir. Roger Caillois, colaborador de la revista argentina Sur y luego lector de manuscritos en Gallimard en su condición de agudo explorador francés de la literatura hispanoamericana, no fue más sagaz. Rechazó El coronel no tiene quien le escriba. “Una anécdota sin importancia” dijo de esta historia. Tiempo más tarde, cuando García Márquez no era aún conocido, la editorial Julliard se animó a publicarla. Sólo vendió 25 ejemplares.
Del infortunio sufrido por los primeros libros de autores hoy famosos podría hacerse un inventario agotador. Bestiario, el primero o uno de los primeros libros de cuentos de Cortázar, tardó diez años en ser reeditado. Muchos creen que a esta guillotina editorial escapó La ciudad y los perros de Vargas Llosa, pero no es cierto. El manuscrito comió polvo durante dos años en las principales editoriales de Barcelona. Los lectores contratados por Seix Barral la habían colocado entre los libros rechazados, hasta que su director, Carlos Barral, una tarde de ocio, paseó por sus primeras páginas una mirada distraída y quedó hipnotizado. Consiguió para ella el premio Biblioteca Breve, entonces el más prestigioso de España.
¿Sólo desventuras propias de nuestro mundo hispánico tan reacio a reconocer nuevos valores? Nada de eso. Quien lea hoy el Diario de una escritora de Virginia Wolf tropieza con un escandaloso veredicto suyo a propósito del Ulises de Joyce, libro que en aquel momento todavía no había conocido la luz pública y que debía hallarse entre los manuscritos propuestos a su marido. “No le auguro éxito alguno”, escribió la autora de Mrs Dalloway, quien no era propiamente una escritora convencional pues andaba, ella también, trastocando la noción convencional del tiempo narrativo. Misterios sólo comparables al que contiene el efecto arrasador que para algunos escritores tiene el éxito prematuro, acerca del cual la propia Rosa Montero hace en su libro una distinción importante. “El éxito, en la sociedad mediática de hoy –dice ella–, ya no está relacionado con la gloria, sino con la fama; y la fama es la versión más barata, inestable y artificial del triunfo. La fama –esta fama mediática hecha de destellos publicitarios– dejó para siempre estéril a Eric Segal, el autor de un best seller titulado Love Story, que décadas atrás le dio la vuelta al mundo.


Pero el caso más vistoso del éxito que paraliza a un autor es el de Truman Capote después de haber publicado A sangre fría. Rosa Montero sabe muy bien qué le ocurrió a Capote. Obsesionado por la idea de ir siempre más lejos en busca de la perfección absoluta, el novelista norteamericano tenía el furioso empeño de convertirse en el Marcel Proust de la high society americana con un libro titulado Plegarias atendidas. Buscaba en esa obra copiar, sin maquillajes ni artificios, la realidad vista por él en ese mundo, y al mismo tiempo pulir cada oración para que tuviese el fulgor de un diamante. Todo, como es bien sabido, terminó en un libro mediocre de chismes sociales que lo convirtió en un traidor y un apestado entre sus amigos ricos. Antes de sucumbir, carcomido por el alcohol y la droga, Capote tuvo la lucidez de examinar las causas de este desastre. “Miles de veces –escribió– me he preguntado ¿por qué me ha pasado esto? ¿Qué es lo que he hecho mal? Y creo que alcancé la fama demasiado joven. Apreté demasiado, demasiado pronto. Me gustaría que alguien escribiera lo que de verdad significa ser una celebridad”.
¿Qué tanto ayuda la crítica literaria a un joven escritor? ¿Qué tan justa y acertada es? Rosa Montero lo pone en duda, especialmente cuando se refiere a los críticos que ejercen y disfrutan de su poder en las páginas de diarios y revistas. ¿Escritores frustrados que suelen vengarse de quienes sí han conseguido escribir? Algunos autores lo piensan. Pero Rosa Montero cree más bien que simplemente carecen de ambiciones inclusive para ejercer a fondo su oficio de críticos, y prefieren abanicarse con su poder, al fin y al cabo minúsculo, de ignorar una obra o demolerla. Sainte-Beuve –cuenta ella– ignoró olímpicamente a Stendhal y a su obra maestra Rojo y negro. Fue una venganza, dado que alguna vez Sthendal creyó encontrar “cierta afectación” en los versos que el crítico le había hecho llegar y no tuvo inconveniente en decírselo. ¿Vanidades heridas? Sí, prevalecen en muchos juicios. Lo malo es que el lector no lo sabe y toma por concepto confiable y destilado lo que es sólo una venenosa secreción de bilis.
Leyendo a Rosa Montero, uno acaba por aceptar que la literatura es un campo minado. Si esa vocación aparece de pronto en un muchacho, sus padres desconfían. Preferirían, como el padre de García Márquez, que su hijo lograra un diploma de abogado o tranquilamente lo obligan a ser médico como ocurrió con el padre de Lobo Antunes. Algo más tranquilizador para la familia. El hecho es que nadie confía en un mentiroso profesional y todos los novelistas sin remedio lo son porque están a merced, como bien lo demuestra Rosa Montero, de la loca de la casa.
Por Plinio Apuleyo MendozaEmbajador en PortugalLisboa

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