viernes, 27 de febrero de 2009

Esbozos para una teoría de la autobiografía

como crítica de la vida

POR: Javier Alcoriza

To have lived in vain must be a painful thought to any man,
and especially so to him who has made literature his profession
Samuel Taylor Coleridge

¿Qué es una autobiografía, o una biografía literaria, sino una justificación de la propia vida en los términos de la profesión o la tarea que ha dado sentido a la vida? La psicología de la vida, podríamos decir, es compleja y fascinante. Un hombre que ha dedicado su vida a la literatura ha de consumar su vocación por el relato de su propia vida. La vida, sin embargo, es más amplia y rica en contenidos y matices de lo que la literatura podría abarcar. Ningún arte —nos recordaba Stevenson—, ni el arte de la literatura o la crítica, puede ser comparado con la vida. Ni la pintura, ni la escultura pueden competir, en sus representaciones de luz y color, o en lo majestuoso o sencillo de sus imágenes, con la vida misma[1][1]. Las obras de los hombres resultan pobres si las comparamos con la materia prima de la experiencia que la vida les proporciona. De su enfrentamiento con la vida, la literatura no obtiene un saldo favorable. No obstante, si no tratamos de valorar la obra del artista como contrapunto de lo que la vida nos reporta, sino como una suerte de obsequio complementario, como aquello cuyo principio de formación no se encuentra en la “pura experiencia” de la vida misma, sino en determinada aplicación de las facultades o la energía a su objeto, entonces nos afianzamos en una idea del arte que ya no aspira a un valor absoluto ante la vida o la verdad, sino a un valor relativo, pero indispensable, a la vida del hombre[2][2]. Nuestra admiración por el escritor no estriba en su capacidad para imitar las cosas reales, como nos podría dar a entender una concepción vulgar del realismo, sino en el criterio de selección y modificación de los materiales que la experiencia ha puesto a su disposición y que han obrado su efecto y sufrido una transfiguración en el fino tejido de su sensibilidad. Una obra literaria, decía Henry James, es una expresión suprema de la sensibilidad humana, y nos hace presente, por la fluidez de las simpatías, el hecho de que a esta sensibilidad no pueden ponérsele trabas, de que, como afirmaba el novelista a propósito de la tormentosa conciencia de Flaubert, no tiene, por la asunción del deber, ninguna obligación que cumplir de manera necesaria. La sensibilidad rinde sus mejores frutos en condiciones de perfecta libertad, y la libertad, en tal caso, es la sustancia misma en que se desenvuelve la conciencia receptiva y productora del artista.
Ninguna dedicación humana, parece sugerir James en su comentario a la correspondencia de Flaubert, debería privarnos de la oportunidad de cultivar las cualidades de “elasticidad, paciencia y buen humor” que constituyen un elemento fundamental en el equilibrio del ánimo. De tales cualidades se había visto privado el temperamento de Flaubert, observa James, a la vista de las cartas privadas que se hicieron públicas. ¿Hasta qué punto hay que lamentar esta inmiscusión en la intimidad del escritor? En Flaubert parecería menos inconveniente que en ningún otro caso lanzar esta mirada a los documentos de la vida privada, ya que, como recuerda James, si Flaubert se quejaba de que Balzac no se refería al arte en sus cartas, él mismo apenas se refiere a ninguna otra cosa. Al leer su correspondencia, advertimos la estricta y angustiosa disciplina que aceptó el autor de Madame Bovary, como consecuencia de su huida de la vida como una chose hideuse[3][3]. La vida de Flaubert es una vida literaria en sentido eminente, y, sin embargo, las manifestaciones de su carácter resultan sólo objeto de atención para los artistas. James afirma que sólo a un lector que sea escritor le importa lo que Flaubert pretendió; tal testigo ocasional encontrará un interés especial en sus luchas, en que se siente el peso, no del razonamiento, sino de la autoridad, que afecta a la impresión de sus obras, frías y duras como piedras preciosas. Sólo el artista podrá llegar a sentir una “ternura de compasión” por la exageración de que daba muestra el genio francés. La impresión que gobierna la lectura de estas apreciaciones de James es la de que el lector común no podrá sentir simpatía por el temperamento del autor de obras maestras tales como Salambó o La tentación de San Antonio. La publicación de las cartas de Flaubert será así un duro golpe para los admiradores de su arte, porque no hallarán en los testimonios de intimidad ningún apoyo para extender su admiración al artista como hombre; ahora bien: no es la mirada “indiscreta” del lector el factor responsable de este lapso entre el arte y la vida de Flaubert ——puesto que su publicación nos pone ante la cuestión de “los derechos y deberes, las decencias y discreciones del insuperable deseo de saber”—, sino el propio temperamento del artista. James menciona el hecho asombroso de que en la vida literaria de Flaubert todo se cumple según lo previsto, y que el éxito alcanzado podría haber despertado la generosidad del escritor, pero que, sin embargo, el novelista siguió siendo víctima de un pesimismo irreductible[4][4]. ¿Qué valor ha de tener entonces, no sólo una “vida literaria”, sino una vida activa, en general, en que tratamos de salvar obstáculos y aplicar directamente el esfuerzo, si no es, como entendía Coleridge, “el incremento del conocimiento, la fortaleza del juicio y, sobre todo, la templanza de los sentimientos”? Si recuperamos la confrontación anterior, podemos decir que Flaubert sí que encarnó la relación entre arte y vida en el sentido de la competencia y de la absorción, en favor de su arte, de todas las energías de la vida. En otras palabras: la vida absorbe a Flaubert con la misma fuerza que el arte, pero en sentido contrario, o en el sentido de romper en ella los límites que se imponía en el arte. En la línea de apreciación de Flaubert, no obstante, por notable que sea su obra, nos topamos con el colosal obstáculo de su temperamento, el temperamento de un hombre que, por su sano entendimiento, debía haber estado dispuesto a aprender de su “comercio con la vida”, pero que, con todo, no prestó oído a “the chamber of the soul”.
Andamos como a tientas, cuando intentamos establecer la relación entre la vida y la obra de un autor y, por medio de conjeturas, nos arriesgamos a ser injustos con la una o con la otra[5][5]. Sin embargo, el valor del sentido común, si alguno ha de tener en este caso, es el de brindar un punto de vista para contrastar la reacción de un escritor ante su propia vida. Acaso pueda esto tener que ver con la sugerencia de que nos resulte inconcebible una “autobiografía de Flaubert”, es decir, una obra no exenta de mérito literario en que, por una vez, el escritor haya de encararse con sus propios sentimientos y darles forma[6][6]. El escritor, decía Flaubert, ha de estar como Dios en su obra: ha de poder notarse su presencia en todas partes, pero no ha de verse en ninguna. Si apuramos la metáfora, podríamos añadir que la autobiografía cumple, en consecuencia, una función menos extraordinariamente distintiva, pero más hermosamente comprensible: la de devolver al escritor la dimensión humana de sus producciones. En este caso, la imaginación ya no tiene que obrar con una irresponsable “furia de ejecución”, tan peculiar en Flaubert, sino que debe admitir el peso de la propia experiencia. Tener una experiencia y transmitirla es aquello que puede reforzar el fundamento común a las artes de leer y de escribir, aquello que, de manera casi trivial, pero significativa, consolida un vínculo entre el lector y el escritor. En Flaubert, por el contrario, el margen del trato e intercambio humano era estrecho porque el escritor ponía las condiciones del gusto —las condiciones que justificaban una vida arrebatada por la búsqueda del arte— por encima de todo.
Llegamos, por tanto, a un resultado diverso cuando entendemos el gusto no como criterio previo de selección de las personas con las que compartir la intimidad de la “vida literaria,”, sino como objetivo regulativo de una educación literaria que ha de estar sometida al intercambio de opiniones y a la flexibilidad —tanto como a la consistencia— del temperamento. Con esta perspectiva, no es impropio considerar que la “educación literaria” es un motivo suficiente para aludir a las responsabilidades del escritor en general, y del crítico en particular; a tales responsabilidades, a mi juicio, apunta la observación de James de que no podemos tomar a Flaubert como una compañía, sino como una referencia. A esta observación, además, que no es incompatible con el reconocimiento del mérito del bronce repoussée de sus novelas, podemos contraponer la principal exhortación de Coleridge a los jóvenes que desean abrazar la carrera de la literatura: “Never pursue literature as a trade”[7][7]. El riguroso celibato de Flaubert contrasta, de una manera menos superficial de lo que puede parecer, con la recomendación de Coleridge al hombre de letras de seguir la profesión eclesiástica: el clérigo inglés no ha de poseer un conocimiento menos sólido que el erudito en ninguno de los departamentos del saber, y, por sus obligaciones, está en relación constante con los miembros de su comunidad; además, cada parroquia en Inglaterra, recuerda Coleridge, es una semilla trasplantada de civilización. El genio, con cuyas cualidades tanto se ocupa el poeta en su Biographia Literaria, no puede servir de excusa al escritor para romper los lazos por los que se mantiene unido a sus semejantes; por el contrario, Coleridge afirma: “El autor que se dedica a una profesión o negocio gana o adquiere un tacto más rápido y mejor para el conocimiento de aquello con que los hombres pueden simpatizar”[8][8]. No es casual que el capítulo de la afectuosa exhortación a los “literati” venga a continuación de aquél en que el autor ha expuesto las circunstancias de su entrada en la “vida literaria”. Retrospectivamente, la Biographia Literaria —un libro que podemos imaginar que resultara tan difícil de escribir como resulta difícil de leer[9][9]— tiene, en numerosos pasajes, el valor de la justificación de su autor por haber actuado como lo hizo, con independencia del modo en que, a opinión de otros, dadas sus cualidades, podría haber actuado; sin embargo, en tantos otros momentos, como en el capítulo citado, la obra tiene un valor de exhortación asociado a la influencia de la experiencia de su autor. El grado de dificultad de su composición se corresponde con esta intención esotérica, formativa e iluminadora. Como en los mejores poemas “conversacionales”, en que los peores humores quedan contrarrestados por las virtudes que nacen de la naturaleza, la amistad o la “vida doméstica”[10][10], Coleridge adopta entonces un tono familiar, casi confidencial, y consigue exponer, sin prescindir de sus trabajados periodos, que ya constituyen, por sí mismos, una excelente lección de estilo, el fruto de los años de aprendizaje y perfeccionamiento en la poesía y la filosofía. En la Biographia Literaria, tal fruto, contra lo que podría esperarse en un autor de la potencia intelectual de Coleridge, no tiene un sabor tanto doctrinal como ejemplar; el ejemplo es, desde luego, el que se desprende del propósito de un hombre de letras que se ha visto impelido a recorrer y examinar el terreno que separa y comunica la literatura y la vida, y a producir, en consecuencia, una obra que esté, tanto para él como para sus lectores, a la altura de lo que ha sido su “vida y opiniones literarias”.
Al principio de la Biographia, Coleridge afirma que no hay motivo alguno por el que el hombre de genio haya de renunciar a juzgar las obras de sus contemporáneos, y, por tanto, a ejercer cierta influencia sobre ellos. Esto apunta, por una parte, a creer que la narración de su propia carrera tiene puntos en común con un propósito que hemos llamado de educación o emulación; por otra, vemos que el autor ha sabido distinguir las facultades que había de aplicar a la producción de la obra de las idiosincrasias que podían atribuírsele. El sentido de integridad que dicta a Coleridge esta confesión, que es el punto de partida pragmático de cuanto tiene que decir en su Biographia, está de acuerdo con la intención de justificar su trayectoria y no exponerse al reproche de lo que, con tales dones como los que poseía, podría haberse esperado de él. El género al que se adscribe esta obra de Coleridge, cuya dificultad estriba en llegar a comprender la profunda coherencia entre la multiplicidad de causas que le movieron a escribirla —la indagación sobre la naturaleza de su intelecto, su relación con la crítica poética y política contemporánea, la vindicación de la amistad, la originalidad de sus intereses y estudios, los avisos o consejos a los jóvenes hombres de letras, como veíamos, dictados por su trayectoria como escritor y editor—, nos indica una vía segura por la que explorar la relación entre vida y literatura. En Coleridge, en realidad, no se trata, a pesar de lo que pueda parecer a primera vista, de confundir, sino de ajustar los términos de tal relación, y para conseguirlo había que salvar grandes obstáculos, puesto que su “genio” no era de índole moral, sino intelectual[11][11].
Como se ve, nuestra aproximación a una teoría de la autobiografía como crítica de la vida sigue los pasos de la literatura inglesa, y ello se debe a que ha sido en Inglaterra y en los Estados Unidos donde ha proliferado de manera más fecunda la literatura biográfica, de la que la autobiografía puede ser considerada un tipo específico. Aquí, no obstante, no podemos tratar exhaustivamente de la clasificación e implicaciones de esta especie literaria, que ha mostrado su originalidad desde la antigüedad, fecundado los campos de la filosofía y la religión y mostrado una gran vitalidad en los nuevos modos de expresión que ha adoptado, de la novela al cine. No es posible omitir, sin embargo, el efecto duradero y canónico que ha tenido sobre la literatura biográfica la excelente Vida de Samuel Johnson de Boswell. Es ya un lugar común señalar la destreza con la que Boswell ha compuesto un retrato del personaje y su carácter que afecta tan vivamente a nuestra imaginación como podría hacerlo el del personaje de una novela. La vida del crítico, narrada en sus pormenores y con los rasgos de genialidad que le caracterizan, ha pasado a convertirse en su mejor obra, en lo que podríamos llamar un caso supremo de fecundación de la vida por la literatura. Sería absurdo decir que el lector de la Vida de Boswell se conforma con conocer los hechos de la vida del Doctor Johnson. El biógrafo ha mantenido el vínculo de la vida con la imaginación de tal modo que no podamos prescindir de él en la valoración imparcial del Doctor Johnson. La fuerza del carácter estaba en la raíz de la fuerza del retrato, como sabía Boswell, y la fuerza del retrato, como sabe el lector, está en el delicado tacto con que Boswell ha dispuesto los incidentes de su narración. El triunfo literario de la Vida del Doctor Johnson, sin embargo, consiste en que no lo consideremos exclusivamente como un triunfo literario.
La importancia de la vida en el juicio que nos merece la literatura o la poesía es subsidiaria, pero esto no significa que el valor que el crítico puede dar a la vida de un autor no pueda revertir en el valor que su obra tenga para el lector. Hasta cierto punto, la cuestión de la ética de la literatura biográfica es una cuestión de delegación de la responsabilidad ante la propia vida, del autor en el crítico, y la responsabilidad del crítico radica en que su obra, sea cual sea la materia sobre la que se ha aplicado, influye, lo pretenda o no, en la imaginación del lector. Los valores de la vida y la obra de un autor en el trabajo del crítico son, tal vez, de diversa especie, pero afectan igualmente al lector, puesto que son valores propios de la imaginación literaria, hasta el punto de que, como veíamos, la vida del Doctor Johnson puede resultarnos ahora más interesante que su obra. Sin embargo, nadie puede negar que también las obras del Doctor Johnson suscitan interés, y, entre ellas, por nuestro punto de vista, aquélla dedicada a las Vidas de los poetas ingleses. Al lector de Coleridge le parece que esta corriente precursora de la “biografía literaria” inglesa es particularmente clara, aun cuando sea manifiestamente polémica[12][12]. Como crítico, Johnson no podía sino ir más allá de sus prejuicios políticos o religiosos en la estimación de la obra de los poetas ingleses. Sus diferencias con Milton, por ejemplo, evidentes en el relato de su vida, no le impiden reconocer con entusiasmo los prodigios de imaginación que contiene El Paraíso perdido, ni se abstiene tampoco por ello de dar cuenta de sus defectos. El retrato de Milton, sin embargo, está dotado del sentido de integridad de la crítica que admiramos como la facultad sobresaliente del genio de Johnson. Así, cuando hace justicia a Milton frente a sus vindicativos biógrafos, dice: “Milton no era un hombre que pudiera convertirse en indigno a través de un oficio indigno”; y cuando no oculta su propia indignación por la venta de sus “servicios” a Cromwell, escribe: “Su mente era demasiado ansiosa para distraerse, y demasiado fuerte para ser sometida”[13][13].
El arte de la biografía literaria pone de relieve que las simpatías entre los caracteres literarios son más representativas que las diferencias, o más significativas que la angustia de las influencias. Aun cuando Johnson se aparta de Milton porque aprecia la oportunidad de pertenecer a una iglesia para conservar la energía de los principios morales, no habrá dejado de sentir la satisfacción de citar las palabras con que Milton ataca a los papistas: “No tenemos ninguna justificación para tomar en consideración una conciencia que no está basada en las Escrituras”; ni le habrá pasado desapercibido el precepto de crítica que contiene su propia observación: “Él había decidido qué tenía que condenar antes de preguntarse qué aprobar”[14][14]. Lo que desvía a Johnson de Milton no ha de desviar al lector de Johnson de la lectura de El Paraíso perdido, sino que lo aproximará a él incluso con redoblada fuerza. El deslinde de caracteres se produce en beneficio de la crítica y, así, la vida como introducción a la obra, en manos de un escritor en calidad de crítico, supone para el lector un nuevo elemento de iluminación, tal vez incidental, pero intencionadamente persuasivo.
El objetivo al que apuntan estos esbozos teóricos es el de fijar la atención en la escritura autobiográfica como “crítica de la vida”, según la expresión que Arnold emplea para designar la función de la poesía cuando cumple su “alto nivel de perfección”. Sin limitar su estudio a la poesía, en su ensayo sobre Joubert, ya adelantaba que el “fin y el objetivo de toda literatura es una crítica de la vida”; tal crítica, aclara Arnold, se desprende de la obra de los escritores con los que no nos une sólo el placer, sino una especie diversa, la alegría —“joy”— que proporciona la verdad. La alegría de la verdad representada por los autores es suficiente para salvar su obra de los iconoclastas y preservarla como “la lámpara de la vida misma” para las generaciones futuras. Lejos de compartir la condena platónica de los poetas, Arnold hace uso del criterio aristotélico de validez de la poesía frente a la historia, la seriedad o spoudaiotes, para situarnos en la línea de apreciación y “estimación verdadera” de la poesía. Contra la insuficiencia de la estimación histórica y de la estimación personal, Arnold trata de consolidar un principio de la experiencia literaria, por así decirlo, a salvo de las exigencias de la mera erudición y del capricho de la sensibilidad. Esta confianza en la evidencia de la comparación por medio de ejemplos aproxima la crítica de Arnold a la de Sainte-Beuve, y nos hace pensar en la eficacia de un recurso más discreto que todo un canon de libros para valorar “lo saludable y formativo” en la lectura de los escritores clásicos. El reciente recurso al canon ha tenido su justificación en la necesidad tanto de combatir la subordinación de la literatura a cuanto no tiene que ver con ella, o sea, de rescatar la genuina “crítica estética” que nos devuelve a “la más profunda interioridad”, como de responder a la supuesta “extrañeza” que surge del trato con los escritores clásicos; a este recurso podemos oponer, sin embargo, un sentido pragmáticamente saludable de la intimidad del pensamiento —del pensamiento literario— con el mundo, y el propósito, no de agotar la literatura entre los límites de una “experiencia literaria” como terminus ad quem, sino de postular el fruto de tal experiencia como terminus a quo de la experiencia en general, sin vernos obligados por ello a defraudar la “plenitud y pureza” en la conservación de los tesoros de la poesía. Es el extremado, casi nihilista individualismo del canon[15][15], lo que puede ser discutido por el método del estudio de la poesía de Arnold, y lo que nos permite llevar a cabo una interpretación de la autobiografía como “crítica de la vida” que ha de contener y trascender, al mismo tiempo, los términos de la vida del escritor.
En esta línea de aproximación a la autobiografía, o de una aproximación de la vida a la literatura dotada de “verdad y seriedad”, cabe aludir a Sainte-Beuve como crítico canónico de la literatura francesa, así como Johnson lo ha sido de la inglesa. La consideración de la biografía del escritor, de consuno con la valoración de su obra, es lo que motivó, como se sabe, la formidable réplica de Proust, hasta el punto de encuadrar sus ensayos literarios bajo el título “contra Sainte-Beuve”, de tal modo que nos sentimos inclinados a rubricar nuestra apreciación de Sainte-Beuve con el lema “contra Proust”[16][16]. Si no hubiese una razón de peso, constitutiva de su arte de escribir, ni siquiera la consecución de una obra como En busca del tiempo perdido debería servir a su autor para confesar, en el Prefacio de su obra crítica, que cada día atribuye “menos valor a la inteligencia”, y que ha de ser poco comprendido por “esas personas inteligentes que ignoran que el artista vive solo, que el valor absoluto de las cosas que ve no le importa, que la escala de valores no puede residir más que en uno mismo”[17][17]. Esto es lo que lleva a Proust a considerar “poco profunda” la crítica de Sainte-Beuve, puesto que las preguntas que formulamos a un escritor, según el novelista, desconocen lo que “un contacto un poco profundo con nosotros nos enseña: que un libro es el producto de otro ‘yo’ distinto al que expresamos a través de nuestras costumbres, en sociedad, en nuestros vicios”. Contra Proust, podemos decir que esta distinción de otro “yo”, sin embargo, zanja la cuestión de la relación entre la vida y la literatura del escritor antes incluso de haberla planteado en los términos que pueden dotarla de sentido[18][18], o de haber llegado a afirmar honestamente, como hizo Coleridge, sin apelar al “alma del poeta” como subterfugio, que la “cantidad de poder intelectual” concedido por la naturaleza o la educación, de la que dependía la producción de su obra, nada tenía que ver con el “hábito de sus sentimientos”. Es aquel “dualismo del ser” o, en otras palabras, la posibilidad de contar con unas “vacaciones morales”[19][19] en la vida “superficial”, lo que se niega implícitamente en la prosecución de los retratos literarios de Sainte-Beuve.
La rebelión de Proust contra Sainte-Beuve tiene un carácter típico en nuestra pretensión de trazar el contorno literario de la autobiografía; supone una interpretación de la “vida literaria” en función de la “vida del alma” que pone el énfasis en un “sentido interno” del artista que no puede ser sondeado y valorado por nadie más que por él mismo. Al considerar la autobiografía, es decir, el modo en que el escritor da forma literaria a su propia vida, nos topamos con la cuestión previa, por tanto, de lo que significa tal “sentido interno”, de su genealogía y alcance. Si indagamos sobre la entidad de la conciencia —punto de partida de la autobiografía—, hemos de recordar que se trata, como decía William James, tan sólo de un modo de representación de las experiencias. Éste es un planteamiento que coincide, en líneas generales, con lo que explica Kant a propósito de la “conciencia de sí mismo” en su Antropología en sentido pragmático[20][20].
El hombre, señala Kant, realza su valor sobre las demás criaturas del mundo cuando alcanza la unidad de las representaciones que tienen lugar en su vida; tal unidad le constituye como persona y se denomina “conciencia de sí mismo”. Es, como decíamos, el punto de partida, o el punto final de la autobiografía. En sentido pragmático, la conciencia de sí mismo puede ser una hipótesis que ha de ser verificada mediante la experiencia, o mediante un experimento. La autobiografía es la narración de la propia vida en los términos de los hechos y de las propias reacciones a los hechos de la vida, por lo que podemos asumir que la narración, desde el punto de vista de la “conciencia de sí mismo”, es el experimento al que se somete, por el arte de escribir, la hipótesis de la unidad de la conciencia, puesto que lo inmediato es la multiplicidad de la experiencia —el universo pluralista— y la dificultad de lograr la unidad de sentido en la experiencia misma, que está, de por sí, más allá del poder de la conciencia. Como diría James, la “pura experiencia” es como un caos de puntos, pero sobre él empiezan a trazarse de inmediato unas líneas de orden. La unidad, por tanto, no es sino un presupuesto de la interpretación o una instancia de juicio, que no se da materialmente en la experiencia; es sólo una forma que el escritor asigna a la multiplicidad de la vida. La existencia de la unidad de la conciencia no está demostrada para el autobiógrafo, pero, pragmáticamente, no puede dejar de creer en ella, o —según la voluntad de creer—no tiene por qué dejar de creer en ella.
El efecto seguro de esta literaria voluntad de creer es la definición del carácter por medio del estilo. En el terreno literario, el carácter del escritor no es meramente el “hábito de sus sentimientos”, sino el estilo como forma de expresión, por decirlo toscamente, del contraste de su ser natural con el mundo. Tal relación con el mundo nos permite tomar en consideración el apetito y el resultado de las aspiraciones del escritor en sentido práctico, que es lo que habría de brindarse a los lectores como fruto de la experiencia; ahora bien: la experiencia, moralmente, tiene un valor singular, puesto que surge de una situación única, y —recordando a Wilde— no tiene “valor ético” alguno, a no ser que sea transformada de modo que pueda sugerir la conservación del valor que haya tenido en la propia vida: el estilo literario, desde este punto de vista, obraría precisamente esta transformación de la experiencia en la búsqueda del sentido que contiene y trasciende los límites de la propia vida. Así la escritura autobiográfica no ha de ser considerada, en sentido pragmático, según veremos, como una vuelta al pasado, sino que está marcada por el espíritu de la previsión. Una vuelta al pasado, al “tiempo perdido”, que confíe en una “resurrección”, aunque sea por puro azar, no tendrá un valor pragmático, que es aquél que entendemos en los términos de lo que nos parece factible. La recuperación de la experiencia pasada en cuanto “experiencia literaria”, hace posible —de manera ejemplar— la restitución de sentido en la conciencia, y no la restauración de la conciencia en sí, puesto que, además, la conciencia está sujeta, como nos indicaba William James, si nos fijamos en su “composición”, a la “continuidad de la experiencia”, y, por tanto, continúa viva más allá del hecho de composición de la propia autobiografía.
En cuanto al “sentido interno”, hemos de volver a Kant para recordar el “carácter pasivo” de las representaciones que lo afectan; aquí, dice Kant, no entra en juego la espontaneidad del entendimiento, sino la pasividad de la sensibilidad. Pero esto significa que no puede dotarse a la percepción de nuestro “sentido interno” de otras condiciones de posibilidad que las de la experiencia misma, que, en el caso del “sentido interno” equivalen al tiempo. El “yo” puede concebirse como sujeto pensante, pero, en tal caso, es una actividad pura, vacía; o como objeto de percepción para el “sentido interno”, que es el modo en que cobra su peculiar relieve en el relato autobiográfico. La autobiografía, con esta perspectiva, lejos de forzar la percepción del “yo” del artista o el “alma del poeta”, resulta naturalmente de la postulación de un objeto de la percepción en el tiempo.
El sujeto de la autobiografía, la “conciencia de sí mismo” del escritor, sin embargo, ha de contar con un punto fijo desde el cual se desarrolle la narración; este punto fijo será también el punto de referencia que sirva de garantía de unidad frente a la multiplicidad de las experiencias. Las Confesiones de San Agustín representan el primer testimonio antiguo de la “historia del alma” contada en primera persona, y las Confesiones de Rousseau, el primer testimonio moderno[21][21]. En San Agustín, frente al caos de las experiencias del presente, la garantía de unidad no se halla en el alma del escritor, sino en la Providencia decretada por Dios; sólo Dios, y no la memoria que se corresponde con su alma, asegura la unidad de su relato frente a la dispersión de la vida. En Rousseau, esta unidad está asegurada, en cambio, por la posición especial, “fuera del tiempo”, en que se sitúa imaginariamente al escribir sus memorias. Al principio de sus Confesiones, en uno de los pasajes más citados, Rousseau finge que se presentará el día del Juicio con su libro en la mano, como prueba de la sinceridad con la que ha hablado de sí mismo. Esta sinceridad es la que le acreditará ante el Juez Supremo y ante los demás hombres, “a ver si hay alguno que se atreva entonces a decirte: Yo fui mejor que ese hombre”[22][22]. Para elaborar el retrato de sí mismo y consumar el proceso de autoconocimiento —lo que le está vedado a San Agustín, que pide primero conocer a Dios, luego a sí mismo—, Rousseau hace uso de la memoria, pero también de la imaginación que pueda suplir sus faltas. “Decirlo todo”, pues, tal como se lo propone el filósofo, implica forjar la imagen de sí mismo en que percibamos la huella de la naturaleza en su carácter. Rousseau no cree en una Providencia personal, como San Agustín, sino en que, mediante sus Confesiones, ha dado ejemplo de una vuelta a la Naturaleza que significa, respecto a su ser social, una auténtica declaración de independencia. No será inexacto decir que esta independencia tiene que ver con aquel “sentimiento de la existencia” que menciona en la famosa Quinta ensoñación; porque el sujeto moderno de Rousseau, retratado en paralelo —a imitación de Plutarco— al sujeto de las Confesiones de San Agustín[23][23], no aspira a reconocer la plenitud de sentido de su vida, como los héroes antiguos, en el reconocimiento público de sus actos, ni en la confianza que la fe en una Providencia personal otorga al obispo de Hipona. La plenitud de sentido de la propia vida está emparentada con aquel “sentimiento de la existencia” que conoce Rousseau en la soledad de la Naturaleza, a la que regresa desde su estado de hombre civilizado[24][24]: “La naturaleza humana es lo que subyace bajo su propia historia y lo que queda cuando se quitan los contextos sociales”[25][25].
Hay un Rousseau en la vida mundana y un Rousseau en la soledad. Sus Confesiones, que son su autobiografía, tienen el propósito de “descubrir ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza”. La imagen de Rousseau en la soledad es aquélla que el filósofo consideraría más adecuada a la de un hombre en “toda la verdad de la naturaleza”. Sin embargo, hemos llegado a un punto en que sólo podemos admitir que la autobiografía como crítica de la vida, con una idea apropiada de la ética literaria, consiste en la renuncia al absolutismo de una “persona interior” separada del mundo como condición previa para lograr la unidad frente a la complejidad de la vida.
La concepción del individuo, del propio ser o “self” marca la diferencia entre las Confesiones de Rousseau y la autobiografía como crítica de la vida característica de la literatura inglesa a la que hemos de referirnos en último lugar. El “autoconocimiento” y la descripción de sí mismo en la narración de la propia vida no parece ser el objetivo al que apunta la autobiografía en la literatura inglesa —de la que procede el término— y la americana, que podemos considerar como su heredera. Una cuestión de carácter literario no puede ser reducida o rebajada a una cuestión de carácter nacional, o sólo puede serlo cuando hallamos en tal carácter un principio lo bastante sólido como para que constituya a continuación un motivo de distinción. Tanto en la Vida de Samuel Johnson como en las Vidas de los poetas ingleses de Johnson, por citar dos títulos fundamentales de la literatura biográfica, se descubre un propósito de coherencia en el estilo de la narración que asociamos a la intención de que la lectura tenga un efecto particularmente ejemplar. Tal ejemplaridad, sin embargo, no podía asentarse sobre una sinceridad como aquélla de la que se jactaba Rousseau. Como crítica de la vida, la autobiografía pretende salvar, en lugar de ahondar, la distancia que hay entre el escritor y sus semejantes, es decir, entre el arte de escribir y el arte de leer. Éste no es una mera cuestión de estilo, o lo es sólo si convertimos el estilo en el elemento crucial de la presentación del “carácter literario” en el mundo. La autobiografía inglesa no tiene como punto final la soledad del escritor, o lo tiene sólo cuando la hace constar también como un punto de partida, es decir, como una especie de “constante providencial” a la que, en consecuencia, el escritor no ha de prestar mayor atención[26][26].
Una cuestión previa, o tal vez ya constitutiva del estilo como elemento de transición entre el arte de leer y el arte de escribir, la encontramos en las siguientes palabras de Thomas De Quincey: “Nada es más repulsivo para los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que nos obliga a contemplar sus úlceras y cicatrices morales”. Podemos tomar estas palabras como línea divisoria entre la sinceridad de Rousseau y la de los escritores ingleses en general, y de los autobiógrafos en particular. Entre éstos destaca Henry Adams y La educación de Henry Adams como paradigma de lo que entendemos por autobiografía como crítica de la vida. En el prefacio a esta obra tenemos los elementos característicos de lo que hemos denominado escritura autobiográfica. Su justificación radica en que se presenta como ejemplo de la multiplicidad del siglo XX contrapuesta a la unidad espiritual del siglo XIII. Resulta claro que la genealogía de La educación, como obra en que presenciamos el nacimiento de la conciencia moderna, no puede remontarse al modelo clásico de San Agustín, pero tampoco, según hemos podido ver, al espécimen moderno de Rousseau. La obra de Adams, que ocupa su lugar en la larga línea de las biografías y diarios escritos por los antepasados y miembros de su familia, pertenece a un género de autobiografía cultivado por otros escritores americanos como Jefferson o Franklin, pero, a mi juicio, su inspiración deriva, sobre todo, de la Autobiografía de John Stuart Mill. Desde su primera página, Mill plantea el propósito educativo de su Autobiografía, que solo podemos considerar plenamente desde el punto de vista del utilitarismo: “He pensado que en una época en que la educación y su perfeccionamiento son tema de más estudio, si bien no más profundo, que en cualquier otro periodo de la historia de Inglaterra, puede ser útil el dejar constancia de un proceso educativo que fue poco común y notable, y que, cualesquiera sean las otras consecuencias a que dio lugar, es prueba de que en esos primeros años de vida, que son prácticamente desperdiciados por los sistemas comunes de instrucción, puede enseñarse, y enseñarse bien, mucho más de lo que generalmente se supone”[27][27]. El fin principal, tanto de la Autobiografía de Mill como de la Educación de Adams, en la medida en que consisten en una crítica de la propia vida, es el de definir el objetivo por el cual la vida les ha parecido digna de ser vivida. En ambos casos, se trataba de un fin que iba más allá de los límites de la existencia individual y afectaba al modo de vida de las generaciones futuras. Sólo así se explican las reflexiones sobre la democracia y el socialismo, asociadas al problema de la educación[28][28], que ocupan la parte final de la Autobiografía de Mill, y sobre la dirección de la historia, a la que Adams dedica los últimos capítulos de la Educación. Esto hace que ninguna de estas obras pueda leerse sino en función de la relación que tienen, no sólo con la propia vida del escritor, sino también con el resto de sus obras.
Henry Adams puso todo cuanto en él hacía reconocible el destino que le correspondía al servicio del arte de escribir. La evolución que hoy admiramos en su obra refleja el cambio que experimentó el mundo del que procedía o creía proceder—el siglo XVIII— hasta convertirse en el mundo de los lectores del siglo XX. Su autobiografía debía ser una prueba de la dificultad de enfrentarse a la multiplicidad de su época si no se contaba con un carácter tan sólido como para admitir el interés que podía despertar el nuevo espectáculo de una historia “acelerada” sin renunciar a la unidad de espíritu que permite nuestra afirmación como seres morales. No hay que perder de vista, en la lectura de los últimos capítulos de la Educación, el esfuerzo por mantener la unidad de espíritu frente a un mundo que parecía destinado a la dispersión por el empuje de fuerzas —como la fuerza de la inercia—que escapaban al dominio de la voluntad individual. Tal esfuerzo de unidad o integridad lo comprobamos no sólo en el desplazamiento del punto de referencia de la narración, desde la vida de Henry Adams a una teoría —no una filosofía— de la historia que implicaba el destino de la especie, sino en la conservación de los vínculos que pudieran orientar al lector en el margen yuxtapuesto a las enormes transformaciones, ya fueran de índole científica o política, de los hábitos y expectativas sociales. Se trata de un margen que resulta especialmente significativo y hasta conmovedor para el lector de La educación de Henry Adams, porque se corresponde con la línea de apreciación que despierta y fortalece nuestro interés por su obra.
Un inciso nos llevará a él de inmediato. Henry James había escrito a Henry Adams, a propósito de la publicación del segundo volumen de sus memorias, que el pasado de la vida de ambos —a quienes llamaba “supervivientes”— estaba “en el fondo de un abismo”, y que, sin embargo, aún encontraba interesante su conciencia por el “cultivo” del interés[29][29]. A estas alturas, no podemos dudar de que el “cultivo” del interés de la conciencia tenía que ver, para James, con el fondo de experiencia (ya no “el fondo de un abismo”) que hallaba en la memoria de su padre y de su hermano, del mismo modo en que había aprovechado para su ficción otras oportunidades de la experiencia de la vida; o de que, para Henry Adams, tal “cultivo” consistía en responder, en parte, al sentimiento de fidelidad y responsabilidad que provenía de su tradición familiar[30][30], y, en parte, a la tarea —de escritor e historiador— que había de consumar por la dirección seguida en su “peregrinación terrenal”. “Ninguna educación —escribía Henry James— es válida para la inteligencia si no despierta en ella alguna pasión subjetiva.” Tal “pasión subjetiva” no se agota en sí misma ni puede ser un mera preferencia o capricho, sino que se proyecta y desarrolla en las obras que el escritor guiado por su educación —o “en busca de educación”— lleva a cabo[31][31]. Los Cuadernos de notas de James ofrecen una aclaración del sentido implicado en esta “pasión subjetiva”: “Uno ha rogado y anhelado y esperado, en resumen, ser capaz de trabajar más. Y ahora, cercano ya el fin, dentro de sus límites, parece haberle sido dado. Es todo lo que pido. Nada más en el mundo. Me inclino ante el destino, en señal tanto de sumisión como de agradecimiento. Esta vez es agradecimiento; pero, para ser real y adecuada, la gratitud ha de cobrar la forma de una acción duradera y confiada —de una creación espléndida y suprema”[32][32]. Para el escritor de Boston, esta “creación espléndida y suprema” era La educación de Henry Adams, que representa tanto la última cifra de su obra como la crítica de su vida. Sólo como crítica de la vida, a mi juicio, descubrimos aquel margen que mantiene y fortalece el interés en las escasas y valiosas apreciaciones personales de los últimos capítulos de La educación; entre ellas, junto a la inolvidable mención final de Hay, situamos estas líneas, representativas de lo que podríamos llamar, con la misma reserva con la que hemos perseguido hasta aquí nuestro tema, el “arte de vivir” de Henry Adams: “Estaba morbosamente impaciente por divisar alguna luz al final del túnel, como si treinta años hubieran sido una sombra y pudiera caer de nuevo en los brazos de King, a la puerta de la última y única cabaña que quedaba en la vida. El tiempo se había vuelto terriblemente breve, y la sensación de conocer tan poco, cuando los demás sabían tanto, destruía toda esperanza”[33][33].ã
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[1][1] Véase Una humilde reconvención, con la que Stevenson contribuye al intercambio de opiniones sobre el arte de la ficción entre Walter Besant y Henry James, en H. James, R. L. Stevenson, Crónica de una amistad, trad. de M. Condor, Hiperión, Madrid, 2000, pp. 43-57.
[2][2] En La ficción como alimento, Chesterton dice: “Toda persona sana debe alimentarse tanto de ficción como de realidad en algún momento de su vida; porque la realidad es una cosa que el mundo le da, mientras que la ficción es algo que ella da al mundo”. Véase G. K. Chesterton, Ensayos, Porrúa, México, 1985, p. 137. He modificado la traducción.
[3][3] Véase Correspondance de Flaubert, en H. James, Literary Criticism, ed. by The Library of America, New York, 1984, p. 303: “Forjar una dura regla que no ha de corromperse nunca, y luego hacer una excepción especial por afecto es, desde luego, la actitud acertada.”
[4][4] Ídem, p. 302 “Es una marca de divertido pesimismo el que un éxito tan asombroso no le reconciliara con la vida.”
[5][5] James lo dice con su característica sutileza: “Las cosas más dulces en el mundo del arte o en la vida de las letras son las simpatías irresponsables que parecen depender de la adivinación.” Ibídem, p. 308.
[6][6] Esta consideración de la propia vida sería el extremo opuesto de la “capacidad negativa” que Keats atribuye al poeta. Nuestro ensayo, entonces, tiene que ver con el modo en que puede usarse la “capacidad positiva” sin traicionar, pues, ya no la verdad personal, sino la ética literaria. ¿Qué descubrimos cuando el hombre se muestra, cuando el artista no se oculta? Podemos recordar que hablar de sí mismo es lo que hace Thoreau en Walden, y lo que hacía Emerson, hasta cierto punto, en sus conferencias y ensayos.
[7][7] Véase S. T. Coleridge, Biographia Literaria, Everyman’s Library, London, 1991, p. 127.
[8][8] Ídem, p. 131.
[9][9] El escritor Symons decía que la Biographia Literaria era el mejor libro de crítica en inglés, y el más fastidioso de leer en cualquier idioma.
[10][10] Recuérdese la espléndida oda a la alegría inscrita en Abatimiento: una oda, en que consiste la estrofa quinta, verdadero corazón de este poema:
“Joy, virtuous Lady! Joy that ne’er was given,
Save to the pure, and in their purest hour,
Life, and Life`s Effluence, cloud at once and shower,
Joy, Lady!, is the spirit and the power,
Which wedding nature to us gives in dower,
A new Earth and new Heaven,
Umdreamt of by the sensual and the proud
Joy is the sweet voice, Joy the luminous cloud
We in ourselves rejoice!”
[11][11] Arnold captó esta diferencia, que nos permite comprender el papel ambiguo de Coleridge en la tradición del pensamiento inglés, firmemente arraigada en el empirismo, a la que el poeta puso en contacto, sin embargo, con las doctrinas del idealismo alemán. Lo que perdurará de Coleridge, dijo Arnold, al compararlo con Joubert (que fue de los pocos que, en “tiempos filisteos”, que no llevan la marca de los “hijos de la luz”, se nutrió de la “tradición secreta”), será “el estímulo de su continuo esfuerzo, no de un esfuerzo moral, porque no tenía moral, sino de su continuo esfuerzo instintivo, coronado a menudo por un gran éxito”. En cuanto al esfuerzo “instintivo”, recordemos de pasada la conclusión de Arnold en El estudio de la poesía, en que afirma que la supremacía de la literatura no está asegurada por “la consciente y deliberada elección del mundo”, sino por el “instinto de conservación de la humanidad”. Sería interesante, en todo caso, comparar la alusión a la “tradición secreta” de Arnold con los comentarios de Coleridge en el capítulo IX de la Biographia, sobre la “sabiduría de los iletrados”, que le sirvió para bordear “the sandy deserts of utter unbelief”, y sobre la precaución del arte de la escritura filosófica, que puede ser también una piedra de toque en la escritura autobiográfica: “La veracidad no consiste en decir, sino en la intención de comunicar la verdad; y el filósofo que no puede pronunciar la verdad completa sin transmitir falsedad y, al mismo tiempo, quizá, excitar pasiones malignas, se ve forzado a expresarse mítica o equívocamente”. Coleridge definía la verdad como un “divino ventrílocuo”. Véase Biographia Literaria, pp. 79, 82-4, y Joubert, en M. Arnold, Selected Writings, Penguin, London, 1987, pp. 167, 366, 441.
[12][12] La comparación de Johnson y Coleridge, por sumaria que sea, arroja cierta luz al estudio de lo que Antonio Lastra ha denominado la “crítica anglicana”, que ha servido de estímulo constante a la imaginación en la literatura inglesa. Las acepciones de clásico y romántico pierden sentido cuando observamos la dimensión de su obra desde el punto de vista de la ética literaria, y lo recuperan, en cierto modo, cuando atendemos a la reflexión que les merece la propiedad de la poesía. Coleridge dedica varios pasajes y todo un capítulo de su Biographia Literaria a definir la imaginación o poder “esemplástico”, del que se nutre el lenguaje de la poesía, capaz de integrar lo particular y lo universal, y que considera la base de reconstrucción en el hombre de las capacidades reflexiva e intuitiva; para Johnson, en cambio, la poesía es “el arte de unir placer con verdad, llamando a la imaginación para que acuda en ayuda de la razón”. Arnold, más cerca de Johnson que de Coleridge, afirma que el beneficio de la poesía es “sentir claramente y gozar con profundidad lo que es verdaderamente excelente”. El autor de Cultura y anarquía, que experimentó el ímpetu del espíritu de la nueva época con la misma claridad e inquietud que Coleridge —“mucho de lo que pasa por religión y filosofía será reemplazado por la poesía”—, limita la expectativa que podía despertar la imaginación al calificar la poesía, en un sentido que Johnson —y tal vez Coleridge— hubiera aprobado, de “crítica de la vida con las condiciones fijadas para tal crítica por las leyes de la verdad poética y de la belleza poética”.
[13][13] Véase S. Johnson, Vidas de los poetas ingleses, trad. de B. Dietz, Cátedra, Madrid, 1988, pp. 145, 151.
[14][14] Ídem, pp. 181, 185.
[15][15] “El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social”, escribe Harold Bloom. Si retiramos en énfasis que el adversario de la “Escuela del Resentimiento” ha puesto en el adjetivo “social”, no entendemos por qué no ha de tenerse este tipo de diálogo como una especie del diálogo que puede haber entre el escritor o el crítico y el lector común; tampoco se entiende, con la perspectiva que adoptamos, por qué resulta “primordial” el diálogo de la mente consigo misma. A título de anécdota, recordamos que Virginia Woolf, al hablar de su formación literaria, cuenta que su padre, Sir Leslie Stephen, no se conformaba con saber que los libros que leía le habían gustado, y la conminaba siempre a que le dijera por qué. Véase H. Bloom, El canon occidental, trad. de D. Alou, Anagrama, Barcelona, 1995, pp. 28, 39, 40.
[16][16] Véanse el Prefacio y El método de Sainte-Beuve en M. Proust, Ensayos literarios, trad. de J. Cano, Edhasa, Barcelona, 1971, 2 vols.
[17][17] De nuevo las palabras de Chesterton, maestro de las paradojas del sentido común, sirven como antídoto contra el mito del artista que vive “en sí mismo”: “Se habla todavía mucho del espíritu aislado e incomunicable del hombre genial, de que hay en él cosas demasiado profundas para que pueda expresarlas y demasiado sutiles para que puedan ser objeto de la crítica general. Afirmo que eso es exactamente lo que no es cierto respecto al artista. Eso es exactamente lo que es cierto con respecto al hombre llamado filisteo. Él tiene en su alma sutilezas que no puede describir, tiene secretos sentimentales que no puede mostrar en público. Él es quien muere con toda su música dentro. Pero la finalidad del músico sería, evidentemente, morir con toda su música fuera de él, aunque rara vez se pueda conseguir ese estado de cosas ideal”. Véanse La vida interior y Sobre el verdadero artista, en Ensayos, p. 122.
[18][18] Queremos decir que, por extraño que parezca al lector de Proust, el punto de partida de tales consideraciones no es estrictamente literario, puesto que el novelista emite un juicio sobre la facultad o virtud que nos aproxima al “secreto” de la vida, y que ha de seguir siendo un “secreto” a pesar de los esfuerzos de claridad en que consiste el ejercicio de la crítica. Nosotros corregiríamos esta expresión, para afirmar que, en sentido estrictamente literario, se trata, en todo caso, de un “secreto profesional”, y, por tanto, hasta cierto punto convencional, gracias a tales esfuerzos, o sea, a la función que cumple la inteligencia en el libre juego de la imaginación. Salvo por una concepción demasiado estrecha —que las apreciaciones de Johnson o Arnold pueden ayudarnos a sortear—, no ha de suponerse que la inteligencia equivale a la supresión de la emoción.
Una teoría de la autobiografía como especie de la crítica se funda en la oposición al culto del “yo” del escritor como una instancia heterogénea respecto a un “yo mundano”, sometido a los vaivenes de la opinión y la apreciación, y, en consecuencia, lastimado o ensalzado por la múltiple actividad o curiosidad de la crítica. La homogeneidad —no está de más resaltarlo— no implica la uniformidad, sino el propósito —autobiográficamente relevante— de fijarse en la coherencia o continuidad entre las diversas esferas de la vida. Otra cosa sería creer que tal oposición supone negar las “responsabilidades del crítico” en el tratamiento de la vida y obra del escritor, responsabilidades que, por el contrario, están muy acentuadas en la literatura biográfica, como hemos visto, y pueden resultar notablemente fecundas. No hemos tratado de persuadirnos de que la relación de la vida y la literatura, en manos de la crítica, no sea una labor que exige un “tacto delicado”. Sea como sea, el esfuerzo por separar al “yo literario” de las cuestiones no literarias sería un ejercicio de mutilación de la imaginación, la cual viene siempre a aumentar, por varias corrientes, la impresión que nos formamos de una obra como expresión máxima del carácter literario del autor. La crítica literaria no tiene por qué derivar los elementos de apreciación de la obra de un autor de su vida, pero tampoco puede aniquilar la potencia de imaginación que opera en el vínculo entre la vida y la literatura, incluso cuando dijéramos que tal vínculo carece de valor; en otras palabras, no es ajena a nuestra admiración del genio de Shakespeare —véase la Introducción a “La tempestad” de Henry James— la sorpresa que nos causa el conocimiento de su vida “fantasmal”. No se puede negar que el hecho de que los datos de su vida no se refieran intuitivamente a las maravillas de su obra expone nuestra concepción de su genio —y aun la concepción del genio literario en sí— a una nueva luz.
[19][19] El término procede de las conferencias sobre pragmatismo de William James. Las consideraciones del filósofo americano respecto a la existencia de la conciencia pueden servir de contrapunto al encarecimiento proustiano del otro yo, que “ha esperado mientras se estaba con los otros, que se ve como el único real, y para el que sólo los artistas acaban viviendo, como un dios al que cada vez abandonan menos y al que han sacrificado una vida que no sirve más que para honrarlo”. En su ensayo ¿Existe la conciencia?, James ataca la concepción epistemológica que descubre en la conciencia una sustancia diversa a los datos de la experiencia, y afirma que la conciencia consiste sólo en la función de relación entre las experiencias. La peculiaridad de nuestras experiencias, dice la tesis de James, se explica por sus relaciones. La conciencia es, por tanto, un modo de representación de la experiencia que procede de la adición, no una parte fundamental de ella que obtenemos por sustracción. Si completamos nuestro comentario, hay que recordar que, en sentido pragmático, cada situación, moralmente considerada, “tiene su fin único” y “debe alcanzar a toda la personalidad”. La salvedad de Proust en favor de un “dios” al que inmolar una vida “que no sirve más que para honrarlo”, sería un vestigio y “un producto intelectual de aquella organización feudal que está desapareciendo históricamente”. Estas últimas son palabras de John Dewey. Véase Does “Consciousness” exist?, en Classic American Philosophers, ed. by Max H. Fisch, Fordham University Press, New York, 1996, pp. 148-160.
[20][20] I. Kant, Antropología en sentido pragmático, trad. de J. Gaos, Alianza, Madrid, 1991; en relación con nuestro tema, véanse las pp. 7 (el hombre como su propio fin último), 10 (contribución de la literatura), 15 (conciencia de sí mismo), 17 (tipología del egoísmo), 19 (pluralismo), 25 (sentido interno y formas del yo), 37 (conocimiento del hombre por la experiencia interna) 62 (sentido interno), 96 (pasado y futuro), 170 (gusto), 174 (gusto y moralidad), 238 (carácter y naturaleza) 241 (educación), 242 (fundamento del carácter) 278 (la especie del hombre).
[21][21] El estudio comparativo entre estas obras y sus consecuencias en la interpretación filosófica de las Confesiones de Rousseau se encuentra en A. Hartle, El sujeto moderno en las “Confesiones” de Rousseau. Una respuesta a San Agustín, trad. de T. Segovia, Fondo de Cultura Económica, México, 1989.
[22][22] Véase J.J. Rousseau, Las confesiones, trad. de P. Vances, Espasa-Calpe, Madrid, 1979, p. 27.
[23][23] Véase ibídem, p. 175 ss.
[24][24] Un aspecto interesante en la obra de Hartle resulta la comparación típica entre la filosofía política de Rousseau y la de Aristóteles. A diferencia de Aristóteles, Rousseau considera al hombre como un ser asocial, que tiene que vivir como si fuera social. El sabio, por tanto, se parece al salvaje en su vuelta a la Naturaleza, pero se distancia de él en que hace uso de la imaginación. Ambos son, no obstante, seres aislados y autosuficientes. Para Aristóteles, por el contrario, existe un contraste, pero no una incompatibilidad, entre la condición del hombre en calidad de sabio y en calidad de ciudadano. Véase ibídem, nota 36, pp. 135-6.
[25][25] Ibídem, p. 208.
[26][26] La “constante providencial” es una expresión adoptada de Alfonso Reyes. Pueden leerse, sobre este tema, sus ensayos De la biografía y La vida y la obra en La experiencia literaria, Bruguera, Barcelona, 1986. Véase la siguiente confidencia de Henry James: “El puerto del que partí, creo, era el de la esencial soledad de mi vida, ¡y tal parece ser, también, en realidad, el puerto al que mi trayectoria se dirige por fin! Esta soledad (ya que la he mencionado) ¿qué es sino lo más profundo de uno mismo? Más profunda, en todo caso, en lo que a mí respecta, que ninguna otra cosa; más profunda que mi genio, más profunda que mi disciplina, más profunda que mi orgullo, más profunda, sobre todo, que las más profundas contraminas del arte”. Citado en La imaginación literaria. Escritos de biografía y crítica, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2000, p. 15. Resulta obvio, por tanto, añadir que el propio James no ha prestado mayor atención a esta “esencial soledad de mi vida” en sus escritos autobiográficos (Un chiquillo y otros, Notas de un hijo y hermano y Los años medios) que al “tesoro de circunstancias dispersas y malgastadas” que se oculta en el “indecible paraíso de nuestro pasado”. Si lo ha hecho, ha sido, no obstante, como un motivo del que podía sacar partido en su ficción, el cual adapta a su propio fin de manera diversa, como ocurre en “cuentas de la vida literaria” como La vida privada o La bestia en la jungla. En éste, el lector se pregunta por la “auténtica verdad” de Marcher; se trata de un hombre que, encadenado a la tumba de la mujer que conocía y guardaba celosamente su secreto, no conoce el dolor “por fuera”; Marcher es un personaje sensible a la evocación de lo que más importa en la vida, que es saber si realmente la propia vida es indispensable para algo o para alguien, pero que no consiente en dejarse dominar por las emociones que hay que tributar a ese descubrimiento. De su relación con la mujer, extraemos el pasaje siguiente: “Lo malo era que aquello mismo en que se basaba hacía imposible el matrimonio. En resumen, no podía invitar a una mujer a que compartiera su situación de condena, temor y obsesión; y el resultado de aquello era precisamente lo que le preocupaba. Algo se ocultaba, acechándole, entre el ir y venir de los meses y los años, como una bestia agazapada en la jungla. Poco importaba si la bestia agazapada estaba destinada a matarle o a morir. El punto decisivo era el inevitable salto de la criatura; y la lección decisiva que había que extraer era que un hombre con responsabilidad no se hacía acompañar por una dama a una carecía de tigres. Tal era la imagen bajo la que había acabado por representar su vida”. ¿Será preciso poner énfasis en las expresiones que dan vigor a esta declaración esotérica del “secreto profesional”, tales como la metáfora central de la “bestia agazapada” o la “lección decisiva” que puede exigírsele a “un hombre con responsabilidad”? Poco antes de este pasaje, leemos este otro, en que se percibe la exquisita discreción que constituye el carácter de aquél que es capaz de sobrellevar el peso de la “soledad esencial”: “No había molestado a nadie con la excentricidad de tener que conocer a un hombre obsesionado, aunque había pasado por momentos en los que estuvo bastante tentado de hacerlo, como cuando oía a la gente decir que se encontraba ‘desequilibrada’. Si hubiera estado tan desequilibrada como él —él, que no había tenido un momento de equilibrio en toda su vida—, sabría lo que aquello significaba. Aun así, no era asunto suyo enseñárselo y la escuchaba con bastante cortesía”. El más poderoso novelista del siglo XIX, dotado de un especial sentido para captar la “visibilidad” del mundo y las escenas humanas, fuesen reales o ficticias —como se observa en su apreciación de Catriona—, no hace de la escritura autobiográfica un pasaporte para la introspección, sino un ejemplar “ejercicio de amor y lealtad”. Véase H. James, Un chiquillo y otros, trad. de J. M. Benítez, Pre-textos, Valencia, 2000. Podemos añadir que estos volúmenes, con la perspectiva del arte de escribir de James, mantienen un vínculo con sus impresiones familiares similar al que La escena americana había de mantener para el “peregrino apasionado” con las transformaciones ocurridas en su país de origen. James afirma que ve en el pasado las “únicas condiciones en las cuales la vida me ha expuesto a la experiencia”; y no podemos dejar de percibir aquí hasta qué punto la “experiencia” de Henry James resulta afín a la “pura experiencia” de su hermano William. La memoria misma no es el fin último de la narración, porque está al servicio de la experiencia: “Confieso que (…) desde el momento en que uno pretende trazar un cuadro, no puede ser minucia nada que la memoria perciba o el espíritu sea capaz de apreciar; y que la experiencia, en nombre de la cual hablamos, abunda en ellas, encuentra su lustre en ellas”. En realidad, si hemos de percibir un centro de gravedad en su escritura autobiográfica, éste no puede ser otro que un delicado sentimiento de piedad familiar que convierte la figura de su hermano (respecto al cual encontrarse “detrás” parecía “cosa normal y preestablecida”) en el punto de vista desde el que tenía sentido contemplar el mosaico del pasado. La exploración de la conciencia, o de lo que la memoria le presentaba como fruto de la experiencia, implicaba la disposición al reconocimiento de las propias raíces, que en América no eran muy profundas, o que lo eran en el sentido de fijar la mirada en los antepasados con la intención de poner de manifiesto el valor genuino de la educación. Recordemos que el padre de Henry James ya había escrito una Autobiografía, y que William James se esforzó, a su vez, para hacer justicia a la vida y doctrinas de su padre, al componer una larga introducción al volumen que contenía sus obras póstumas, a pesar del diverso giro que su pensamiento había dado, como moralista, respecto a lo que consideraba “pura teología”.
El capítulo de la “biografía literaria” no estaría completo, en lo que respecta a Henry James, sin la mención de los “cuentos de la vida literaria” —a los que ya nos hemos referido— y —entre las numerosas y brillantes apreciaciones de su crítica literaria, como la citada sobre Flaubert— del largo estudio dedicado a Hawthorne. Este ensayo entrelaza sutil y equilibradamente las consideraciones sobre los episodios de la vida de Hawthorne en Nueva Inglaterra, la valoración de las circunstancias y dificultades del “primer escritor” de ficción de las letras americanas, los juicios ponderados sobre sus principales novelas —en las que se descubren también las vetas de una tradición propia y la transfiguración imaginativa de la experiencia— y el relato —extremadamente interesante, para un lector como James y para un lector de James— de su estancia en Europa (en Italia, cuna del arte del pasado, e Inglaterra, cuna de la sociedad civilizada) y de su regreso a América en el momento más traumático y decisivo de su historia.
[27][27] J. S. Mill, Autobiografía, trad. de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 1986, p. 31.
[28][28] Sobre la “educación”, véanse, ídem, las pp. 219-223: “Considerábamos que el problema social del futuro sería cómo unir la mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del globo, y una igual participación en todos los beneficios por el trabajo común. (…) Veíamos claramente que para hacer de una transformación social así algo posible o deseable, tenía también que efectuarse un equivalente cambio de carácter, tanto en la inculta muchedumbre que hoy componen las masas trabajadoras, como en la gran mayoría de sus patronos. (…) La capacidad de actuar así ha existido siempre en la Humanidad, y ni se ha extinguido ni es probable que se extinga nunca. La educación, el hábito y el cultivo de los sentimientos lograrán que un hombre común labre o teja por su país, con la misma determinación con que lucha por él”.
[29][29] Véase la Carta a Henry Adams, en Hawthorne y otros ensayos de apreciación, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Leserwelt, Murcia, 2000, p. 161.
[30][30] H. Adams, La educación de Henry Adams, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2000, p. 48: “Estaba asombrado de su propia suerte. Probablemente, ningún niño nacido aquel año tenía mejores cartas que él. Si la vida era un juego limpio de azar, o si las cartas estaban marcadas y eran obligatorias, no podía dejar de jugar su excelente mano. Nunca pudo alegar la excusa de irresponsabilidad”.
[31][31] Valgan como indicación estas palabras de Teufelsdröckh: “Pero de vuestra fuerza no podéis daros cuenta sino por lo que habéis conseguido, por lo que habéis hecho. Entre la vaga capacidad posible y la producción indudable, fija, ¡qué diferencia! Cierta conciencia inarticulada de nosotros mismos late dentro de nosotros y sólo nuestras obras pueden hacerla articulada y claramente visible. Nuestras obras son el espejo en el que nuestro espíritu aprecia por vez primera sus exactas proporciones. De ahí la insensatez de este precepto imposible: Conócete a ti mismo: que debiera traducirse por este, algo más posible: Examina de qué eres capaz”. Los capítulos VII, VIII y IX de Sartor resartus, constituyen la autobiografía religiosa de Thomas Carlyle. En ellos podía pensar Henry Adams al escribir el capítulo XXVII de su Educación.
[32][32] H. James, Cuadernos de notas (1878-1911), trad. de M. Cohen, Península, Barcelona, 1989 p. 165.
[33][33] Cf. H. Adams, La educación de Henry Adams, pp. 329, 409.
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