J.E.Pacheco  gana el Reina Sofía
 Por  Harold Alvarado  Tenorio
  
 José Emilio Pacheco (Ciudad de México,  1939- ) ha trabajado con varia y singular fortuna diversos géneros literarios  donde combina la protesta social y un lejano cosmopolitismo, suma, quizás, de su  fascinación por las culturas de la antigüedad, los símbolos y rituales que han  sobrevivido a la historia y la paradójica continuidad del pasado en el presente,  que aprendió, sin duda, en Octavio Paz. 
 Lo  primero que publicó fueron narraciones, confeccionadas luego de lecturas  arquetípicas y personalísimas de Quiroga o Borges. Los elementos de la noche (1963)  -su primer libro de poemas- mostró  otra faceta de su talento: su maestría en el uso de formas y versificaciones.  Cierta calmosa placidez dramática, que cubre las turbulencias de su angustia  acerca de la cíclica destrucción del mundo, de saberse caído en el sin sentido  del tiempo y el espacio, imposibilitado, por la naturaleza misma del arte, para  nombrar lo indecible,  son las  máscaras y heterónomos que rigen estos poemas íntimos y líricos donde se anuncia  además, el juego, la ironía y el humor que deciden su obra posterior. En Árbol entre dos muros  la vida no tiene salvación alguna, es  savia acorralada, ave que pasa de la noche a la noche a través de una habitación  oscura. Pero si la existencia termina siempre en la oscuridad, su fugacidad es  paralela a la vida efímera de la luz:
  
 Sitiado  entre dos noches
 el  día alza su espada de claridad:
 mar  de luz que se levanta afilándose,
 selva  que aísla del reloj al minuto.
  
 Mientras  avanza el día se devora.
 Y  cuando toca la frontera en llamas
 empieza  a calcinarse. De tu nombre
 brotan  la luna y su radiante armada,
 islas  que surgen para destruirse.
 Es  medianoche a la mitad del siglo.
 Resuena  el huracán, el viento en fuga.
 Todo  nos interroga y recrimina.
 Pero  nada responde.
 Nada  persiste contra el fluir del día.
  
 Al  centro de la noche todo acaba
 y  todo recomienza.
 En  la savia profunda flota el árbol.
 Atrás  el tiempo lucha con el cielo.
 El  fuego se arrodilla a beber rescoldos.
 La  única luz es la que da el relámpago.
 Y  tú eres la arboleda
 en  que el trueno sepulta su rezongo.
  
 El  reposo del fuego (1966) es un extenso modelo de búsqueda  de un equidistante fiel de la balanza, -el poema-, entre el fuego y el hielo que  ofrece la Historia.  La estructura formal, tres secciones con quince textos cada  una, es opuesta al tema recurrente de un pasado, mítico o exótico, que el  presente conserva en México. En un mundo eliotiano, baldío, yerto de espacios,  anulado por el fluir de Heráclito, Pacheco busca, -¿sin esperanza?, como un  estoico, ¿con convencimiento?-, un principio de permanencia donde el fuego sea  carnaza del cambio pero esencia del arte. 
  
 Hay  que darse valor para hacer esto:
 escribir  cuando rondan las paredes
 uñas  airadas, animales ciegos,
 ácidos  perros del furor, guardianes
 de  un orden que estalló, y entre sus ruinas
 quiere  la lepra envenenar la tierra.
  
 Hay  que darse valor para hacer esto.
 No  es posible callar, irse al silencio,
 y  es tan profundamente inútil hacer esto.
 Es  tan doloroso hablar. Más doloroso,
 más  difícil aún, callarse a tiempo,
 antes  que los gusanos, los instantes
 abran  la boca muda de una letra 
 y  le coman su espíritu.
 Hay  palabras
 carcomidas,  renqueantes: sonsonete
 de  algún viejo molino.
 Cuántas  cosas,
 llanto  de cuántas cosas inservibles
 que  en el polvo arderán.
 Chatarra,  escoria,
 sorda,  sórdida hoguera consumiéndose.
 Fuego  la luz. Ceniza. Un lirio
 es  cada
 pobre  rescoldo triste
 al  deshacerse.
 (El reposo del fuego, II, 10)
  
 Su  libro más conocido sigue siendo No me  preguntes cómo pasa el  tiempo (1969).  Aunque influenciado por el Comment  c´est de Samuel Beckett, que tradujo en 1966, en él, Pacheco da cuerpo  entero a su idea de que el  tiempo, la fugacidad misma, por su definitoria transmutación es  lo que entendemos como Historia. Hecho de paráfrasis y profusión de formas, collages, variaciones que son eco de  voces y miradas reconocibles, aproximaciones y traiciones a otros textos, con  poemas largos y cortos, fábulas, un bestiario y haikús que desconciertan al  lector viciado de vanguardismo, pero satisfacen el gusto más estrictamente  post-moderno, No me preguntes cómo pasa  el  tiempo  es uno  de los libros definitivos de los años que cambiaron la historia del siglo e  inauguraron el tercer milenio: La Plaza de las Tres Culturas, París-Mayo del 68,  La Primavera de Praga. Como un vate medieval, Pacheco, bricoleur  mexicano, anunció en, 1968 ,  el hoy:
  
 Un  mundo se deshace
 nace  un mundo
 las  tinieblas nos cercan
 pero  la luz llamea
 todo  se quiebra y hunde
 y  todo brilla
 cómo  era lo que fue
 cómo  está siendo
 ya  todo se perdió
 todo  se gana
 no  hay esperanza
 hay  vida y 
 todo  es nuestro.
 (1968, I)
  
 Acumulación  de sonoridades, momento de las grandes palabras
 en  voz alta ante las cámaras, micrófonos, multitudes,  partidos.
 Hora  de tomar parte en la batalla.
 Época  heroica, edad homérica en que la vileza no borra la  grandeza.
 Página  blanca, al fin, en que todo es posible: el futuro sin rostro  
 en  que el doloroso paraíso redesciende a este mundo, 
 o  bien crece el infierno, es absoluto y sube entre  fragores
 de  su inmóvil voracidad subterránea.
 (1968, II)
  
 Piensa  en la tempestad que lluviosamente lo desordena todo en  jirones:
 tributo  para la tierra insaciable, elemental voracidad 
 de  un orbe que existe porque cambia y se transmuta.
 La  tempestad es imagen de la guerra entre los elementos que le dan forma al  mundo.
 La  fluidez lucha contra la permanencia; lo más sólido se deshace en el  aire.
 Piensa  en la tempestad para decirte / que un lapso de la historia ha  terminado.
 (1968, III)
  
 El  poeta como arqueólogo está presente en Irás y no volverás (1973),  un estudio de fósiles en el Gran Templo azteca o de la efímera realidad de la  existencia, sentida en lugares y ciudades norteamericanas; y en Islas a la deriva (1976)  y Desde entonces (1980),  que retoman muchos de los temas caros a Pacheco como el río de Heráclito y la  civilización azteca, agregando reflexiones sobre insectos y animales que nos  sumergen de nuevo en presentes caducos. El tono es «inteligente» pero saltos,  roturas y solecismos hacen difícil su disfrute mas allá del humor que invade  varios de esos textos. Uno de los epigramas habla de un poeta orgulloso de que  nadie le entienda; en Shopping  Center, somos comparados, en nuestro frenesí consumista, con hormigas que  mueren de saciedad, presas en la miel pantanosa del supermercado. Otro de los  poemas de Islas a la deriva titulado  La flecha  reafirma la eterna convicción en que vida  y obra, como quiere Kavafis en su poema Itaca, serán perdurables si demoramos en  llegar:
  
 No  importa que la flecha no alcance el blanco
 Mejor  así
 No  capturar ninguna presa
 No  hacerle daño a nadie
 pues  lo importante
 es  el vuelo la trayectoria el impulso
 el  tramo de aire recorrido en su ascenso
 la  oscuridad que desaloja al clavarse
 vibrante
 en  la extensión de la nada.
  
  Pacheco  ha recibido también los premios Magda Donato, Malcon Lowry,  José Donoso, Octavio Paz, Pablo Neruda,  Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, José Asunción Silva, Xavier Villaurrutia y  Federico García Lorca.